Hubo un largo trecho en la historia de Occidente, en el cual se exigía una explicación coherente de los fenómenos humanos y sobrehumanos. Las religiones, las ideologías, y ¡como no, la política!, según los cánones imperantes, procuraban tener un mínimo de inteligibilidad; había, en efecto, un imperativo de credibilidad que se estimaba imprescriptible para imprimirle legitimidad a un mandato político y, en específico, a la obligación de obedecer.