A finales del siglo XII, Tokio fue devastado en buena medida por incesantes catástrofes: tornados, terremotos e incendios. Su población vivía sumida en un clima de inquietud constante. Chōmei, que acababa de cumplir cincuenta años y había rechazado la buena vida del funcionario de la corte por la incierta existencia del poeta, abandona la aristocrática residencia familiar de la capital para vivir en una modesta casa a las afueras, donde busca más libertad para escribir y un mayor dominio sobre su propia vida. Cinco años después, aquella toma de distancia no parece ya suficiente. Se marcha entonces al Monte Hino, donde él mismo construye una diminuta cabaña de apenas tres metros cuadrados, lo justo para dormir, leer, escribir, hacer música y meditar según los preceptos de Buda. Teniendo en cuenta el carácter efímero de todas las cosas, sólo en una morada ínfima y provisional puede uno vivir en paz y libre de todo temor, piensa. Aquella cabaña se convirtió en su universo. A través de la poesía, la imaginación y el vínculo espiritual con la naturaleza que lo rodeaba, el espacio se hizo infinito.