El colapso del PIB mundial, el bloqueo de la producción y el comercio, infinidad de personas sumidas en la pobreza y el desempleo. Este es el resultado de la pandemia de la COVID-19 desde el punto de vista económico.
El desafío al que se enfrentan los gobiernos de todo el mundo es enorme: la necesidad de aplicar medidas de apoyo a los ciudadanos y de ayuda a las empresas con dificultades, el refuerzo de los servicios sanitarios, un nivel de colaboración entre naciones sin precedentes, desde la carrera por las vacunas hasta la gestión de las pruebas de detección y el rastreo de los contagios.
Por desgracia, durante el último medio siglo, el mensaje político predominante en muchos países ha sido que los gobiernos no pueden –y, por tanto, no deben– gobernar. Desde hace tiempo, políticos, dirigentes empresariales y expertos se dejan guiar por una ideología que se centra en medidas estáticas de eficiencia para justificar los recortes de gastos, las privatizaciones y la subcontratación.
Esta es la razón por la que los gobiernos disponen ahora de menos herramientas para responder a la crisis. Y esta es precisamente la lección de la COVID-19: la facultad de un Estado para gestionar una crisis de gran envergadura depende de lo que haya invertido en la capacidad de gobernar, hacer y gestionar, es decir, en dar forma a mercados que produzcan un crecimiento sostenible e inclusivo orientado al interés general.