En Hay lugares que son para siempre hay un yo que espera asediado por los muros de una casa-memoria, por los barrotes de una jaula retórica o por fronteras físicas e imaginarias reforzadas por la distancia. La autora nos recuerda que el deseo es una máquina de ficciones y espejismos que se alimenta de ausencias y lo no dicho. La voz poética se refugia en el verso y los rituales cotidianos para huir, para fugarse por medio de la tinta, pero a veces estos mecanismos de defensa no resultan y en lugar de ponerse a salvo de sí mismo vuelve a ocupar el lugar de la espera, cuya meteorología vacila entre el sosiego reflexivo y la asfixia. Díaz hace un ejercicio de autoexamen en que surgen poemas sobre las despedidas, el tiempo, la presencia y su revés, el deseo oculto, la duda o la distancia. La escritura viene a ser tanto la válvula de escape como la trinchera desde donde la espera se vuelve tolerable. La poeta escribe que “las estaciones son siempre las mismas / y el tiempo no pasa” y afirma que “la espera dejó de ser mi lugar”, trastocando el orden binario que ha imperado frágilmente a lo largo de la apuesta del libro. Díaz articula así una poética lúcida, lúdica y depurada que dialoga con el tópico del insularismo de todos los tiempos de la literatura puertorriqueña mientras nos invita a repensar los tránsitos de los que se van y los que se quedan, y cómo estas migraciones influyen en nuestras relaciones afectivas, nuestro sentido de lugar, nuestras nociones del tiempo y cómo percibimos la permanencia. -Kadiri Vaquer Fernández