La fotografía, con el paso de los años, deja de ser testimonial y se vuelve asunto de sombras; es un complicado invento que pretende congelar el tiempo en la opacidad de los cuerpos ante la luz y sus fugaces temperamentos; es la pretensión, casi, de una nostalgia instantánea. El béisbol, con su tempo acompasado y momentos convulsivos, en que vivimos a la expectativa, la euforia ganadora o la perplejidad de la derrota, es susceptible a la captación, mediante la fotografía, de los peloteros como seres algo irreales y magníficos, cuyas ejecutorias pertenecen al espacio perfecto de ese “diamante” que se me antoja como el reverso de la vida. El romanticismo tardío coincidió con el invento de la fotografía y lo mismo le ocurrió al béisbol; éste habita en las fotos sepias y los toleteros conservados como detentes contra el tiempo, desde la infancia misma proclive a la ensoñación y la juventud cargada de ilusiones.