Hace poco menos de un siglo, Paul Valéry advertía de que los sueños no son poesía, pues las figuras que se forman al azar no son necesariamente armónicas, pero también afirmaba que la invasión de la conciencia por las imágenes inesperadas del sueño o de la inspiración repentina sí puede ser la mecha, el impulso hacia la poesía. Es a partir de esa invasión desde donde José Ovejero construye los poemas de Caminar con los ojos vendados.
Una imagen o una sucesión de palabras que surgen inesperadamente en la duermevela son el núcleo desde el que empieza a escribir, reelaborando lo informe para encontrarle una forma pensada. Después de poemarios como Mujer lenta y de Nueva guía del Museo del Prado, en los que Ovejero construía sus poemas a partir de la experiencia ajena –de historias contadas en los cuadros o de una mujer que supuestamente escribe Mujer lenta–, ahora regresa a esa que en principio es la fuente principal de la poesía contemporánea: la expresión del yo. Pero no se trata aquí solo de bucear en el inconsciente para extraer contenidos íntimos, sino que la experiencia subjetiva se pone en el contexto del mundo que la rodea. No hay un yo que comunicar si no hay un nosotros, no es posible la emoción duradera si no es compartida.
Caminar con los ojos vendados nace de esas dos tensiones: entre lo inconsciente y lo premeditado, y entre lo íntimo y lo común. Por eso sus imágenes, por oníricas que puedan parecer a veces, no son el monólogo de un autor ensimismado, sino una forma de conversación: contigo, lector, lectora.