La teología atea, la filosofía cínica y la poesía (soez) habían muerto -comentó el Narrador, porque todo lo leído se había oscurecido en el corazón apolillado. Todas las palabras eran oscuras. Todas sus palabras eran como el semen. No quedaba nada de las iglesias, ni de los colores de las galerías, ni tampoco de las ventanas que se habían roto. No quedaba nada de las editoriales y no quedaba nada en los libros falsos de la prisión que se habían gastado poco a poco. Los editores, casi con maldad, se habían robado el sentido mismo de la belleza y de las posibilidades. "Los editores nos odiaban" -decía el Narrador antes de suicidarse. Los editores se habían robado a Sofia, y los editores se habían robado la fe en la violencia del Zen del Jesús mismo. ¡Él, el Narrador, era la nada de la maldad!
Publicar 38 libros como había dicho el Narrador, como había dicho el Onicofagia de sus propias publicaciones, había resultado inútil para los testigos y para la presencia de los plagiadores. Se nos censuraba en San Juan, se nos censuraba en Río Piedras (en Puerto Rico), se nos censuraba en Madrid, se nos censuraba en Barcelona (se nos censuraba en toda España, en Argentina, en Cuba, etc.). La censura se había convertido en un crimen.