La nube, con su arte magnífico de aparecer y desaparecer en el mínimo lapso de un parpadeo, se erige símbolo de lo pasajero, como los plenos momentos de la vida. Imprevisibles, seductoras y nómadas excitan al ojo, sin poder pasar inadvertidas sobre nuestras cabezas. A toda edad repotencian el interés que causan con su estética mutación, impalpables, incitan a reinterpretar la instantaneidad de sus rotaciones. Asocian variantes estados del ánimo y nos hacen testigos de lo enigmático. Desde el sentimiento, inducen un lenguaje verboso al referirnos a ellas. Con su arte de impresionar, acentúan una afirmación fenomenológica del maestro Bachelard; me refiero a «la alegría de maravillarse», la cual produce la imagen poética como conquista positiva de la palabra a modo de salvoconducto. Una alegría, de la que no deberíamos prescindir nunca, a pesar de los pesares que agobian.