Empecemos por el absurdo de mí mismo. Lo que hay que comprender es que hablar de Yván Silén es hablar siempre de un problema. Todo comenzó cuando la realidad se vino sobre mí para que yo pudiera ver la brutalidad del mundo. Yo era un niño (tenía siete años) y trataron de violarme. Pero yo era tan astuto, tan cuasi hábil (¡tan genio!) que logré librarme de la maldad de aquel hombre negro que era amigo de mi hermano mayor y de mi abuela despistada. Estaban todos escandalizados conmigo y con lo que yo decía. Estaban todos escandalizados con mis “poemas” y con mis “cuentos”, como están escandalizados ahora mis lectores con lo narrado hasta el día de hoy por el niño suicida que leyó a Jesús eternamente, que leyó a Cioran, que leyó a Dostoyevski, que leyó “Los Salmos de David”, que leyó a Rimbaud (“Temporada en el infierno”) doce veces, que leyó el “Apocalipsis” (seis veces) y que leyó a Nietzsche y que leyó a “Zaratustra” (cinco veces). Esta explosión (del Paria, del Príncipe, del Antinihilista, del Gramatizador, etc.) produjo otra explosión: “La biografía”, “La muerte de mamá”, “Nandirí”, “El ángel y Tanni Lee”, “Rebecca”, “El basurero”, “El hipopótamo”, “Filí-Melé”, Cátulo, Orfeo, Buda, Jesús, y el “desprecio a la estadidad”, etc. Este niño que logró ganarse las espadas, “ahora” está leyendo a Buda, está leyendo a Suzuki y está leyendo a Osho. El desastre se tornó inevitable: ¡La muerte de la madre parió al Poeta!